Los cambios sociales y culturales que ha tenido nuestra sociedad presentan importantes desafios para la formación integral y el desarrollo de la labor profesional del abogado.
Consecuencias negativas en la formación académica del abogado
Los continuos cierres de la Universidad Nacional, como fruto de su involucramiento en el conflicto, dejaron en una especie de limbo académico a todos aquellos estudiantes deseosos de iniciar, continuar o coronar la Licenciatura en Ciencias Jurídicas. Aparecieron entonces las universidades privadas, que trataron de palear este vacío en las medidas de sus posibilidades, algunas de las cuales fueron cerradas a los pocos años, debido a variadas irregularidades, con la consecuente frustración e indignación de su alumnado, y otras lograron mantenerse y fortalecerse hasta ganar estabilidad y prestigio.
Con todo, la educación ya no fue la misma, los grandes maestros del pasado murieron o se jubilaron, sin haberse podido encontrar sus dignos sustitutos. Adolecemos actualmente de muchos catedráticos improvisados y hasta abusivos en su trato al estudiantado, sin verdadera vocación hacia la enseñanza responsable y, muchos menos, hacia la continua profundización o actualización de conocimientos. Ello provoca un pensum de estudios deficientes, enseñanza superflua y poco didáctica, falta de motivación hacia el desafío y la autorrealización, etc.; todo lo cual ha generado (salvo honrosas excepciones, por supuesto) un considerable número de nuevos profesionales, con tremendas fallas en su formación académica, con graves vacíos en cuanto a conocimientos jurídicos se refiere y, lo peor, con una falta de concientización de los verdaderos valores de la carrera de abogado.
Consecuencias negativas en el ejercicio profesional de la abogacía
Como fruto de todo este ataque artero – consciente o inconsciente – a la dignidad proverbial de la profesión de abogado, surgieron “fenómenos” específicos impredecibles: Aparecieron despachos jurídicos comportándose como “maquiladores” de documentos notariales, ofreciendo por cantidades exiguas (por no decir ridículas) legalizaciones de firmas, certificaciones notariales, traspasos de vehículos, ventas inmobiliarias, etcétera; dejando con ello en mal predicado el más honroso oficio que hasta el momento se ha mantenido firmemente adherido a la profesión del abogado: la dispensación de la fe notarial, por delegación del Estado mismo, y con la virtud única de constituir prueba confiable en diversos actos y contratos jurídicos.
Por si fuera poco, despachos contables, instituciones bancarias o financieras, tramitadoras de tránsito y hasta comercios privados, a fin de hacer más atractiva la comercialización de sus bienes o servicios, empezaron a ofrecer de manera gratuita la autorización de los documentos notariales inherentes a las respectivas transacciones, como si se tratare de un artículo promocional, un valor añadido a sus servicios o un regalo baladí.
Como resultado de estas prácticas escandalosas, que muchas veces han llevado a sufrir los rigores de la justicia penal, a los notarios que se han prestado a participar, hoy mucha gente duda o por lo menos minimiza el valor de la fe notarial, e incluso instituciones gubernamentales, municipales o privadas, que prestan servicios de carácter registral u otros de carácter público, han llegado al extremo de exigir la presentación de originales o copias fieles de los documentos de identidad de los comparecientes en instrumentos notariales, cual si éstos no tuvieran – por sí solos y por mandato de ley – la debida garantía de fidelidad y confiabilidad. Esta desconfianza algunas veces ha hecho eco entre los aplicadores de la justicia y, de continuar creciendo, no está lejano el día en que la fe notarial se reduzca a una simple legalización de firmas, como sucede en algunas naciones desarrolladas, donde cualquier persona que llene requisitos mínimos puede ser autorizada para ello; ya que en caso de controversia, la validez o invalidez de las obligaciones contenidas en los respectivos documentos, se termina estableciendo mediante testigos y otros medios probatorios, en juicio oral, no teniendo tales documentos un valor más allá de ser un mero principio de prueba por escrito.
La administración de justicia, es con toda probabilidad el área más afectada por esta confusión generalizada del verdadero rol del abogado. Saltan a la vista las considerables deficiencias intelectuales y morales de algunos aplicadores de la ley, así como de un gran número de litigantes. La venalidad, el cohecho y el fraude de repente se hicieron la regla y no la excepción, hasta el punto de infundir pánico el solo hecho de tener que acudir a los tribunales de justicia por cualquier causa, cuando otrora ello era todo un privilegio o por lo menos una experiencia memorable.
Aquellas resoluciones muy bien razonadas, redactadas y fundamentadas del pasado, dieron paso a variados criterios descabellados, falta de sana doctrina, carencia de sentido común, ausencia de razonamiento jurídico, arbitrariedad, prejuicio, parcialidad, informalidad, ignorancia inexcusable sobre las reglas elementales de redacción, gramática y ortografía, etc.; hasta caer en abierta ilegalidad o vulneración constitucional. En síntesis, la divina exhortación: “Mirad lo que hacéis; porque no juzgáis en lugar de hombre, sino en lugar de Dios, el cual está con vosotros cuando juzgáis.” (2ª. Crónicas 19:6), simplemente dejó de ser atendida.